jueves, 17 de julio de 2008

ARTE Y LITERATURA: Dos dólares cincuenta y cinco centavos Juan González Febles

Una historia cuando nace, es la historia de alguien. A partir de que la historia es contada se convierte en algo compartido que crece. Cada persona cuenta historias, aunque no sean suyas. Cuando lo hacen ponen parte de sí en el empeño. Las enriquecen si no con la imaginación, con la percepción de la historia escuchada. Hacen suyo el relato y lo adornan con su sensibilidad.

Esta historia es de hace años. De la época en que se vivió de ilusiones. Cuando nos creímos lo necesario para vivir felices y con las conciencias tranquilas. Cuando no existía turismo y las barreras eran mínimas. Tanto así que las que se impusieron, preferimos no verlas y preferíamos no hablar de ellas.

En aquellos tiempos, Becky era una jovencita de diecisiete años muy hermosa. Demasiado diría yo. Pero era además, frívola. Lo único que parecía motivarla era vestir a la moda y ser cortejada por alguien tan lindo o más que ella.

Valoraba además, que poseyera o usara sin restricciones un automóvil. No se trataba de un vehículo y ya. Para ella debía ser un Fiat, un Lada o al menos un VW. Los viejos automóviles norteamericanos la dejaban insensible y fría, Podía exigir, era todo lo linda que se podía soñar.

Su madre no fue una mujer hermosa y no tuvo una vida adornada por una buena estrella. Como toda madre, quiso lo mejor para su hija y lo mejor, quien lo duda, era disponer de un título, de un marido influyente, una casa, hijos y viajar. Para los cubanos en general y para los habaneros en particular, viajar es algo muy especial. La Sra. Amelia, trabajaba en una farmacia. Era una profesional especializada en cosas prácticas de la vida como pueden ser las aspirinas, las tisanas y los antibióticos. Una divorciada consagrada a la educación y manutención de su hija. Una mujer sola con muchos miedos, tratando de dar lo mejor a una pobre niña abandonada. Relegada por un padre que se marchó a los Estados Unidos. Amelia era revolucionaria, fidelista y marxista, al uso y gusto de la época.
Nunca respondió las cartas del padre, ni permitió que la niña conociera de su existencia.

A Becky le dediqué mis mejores y más ardientes fantasías juveniles. En el mejor decir del cantante mexicano Armando Manzanero, cerré mis ojos muchas veces para pensar en ella y dejar vagar a mi imaginación.

Ella entraba al lobby del hotel Habana Riviera, cerca de las 8 ó las 8,30PM. Pasaba al Bar Elegante y pedía un refresco de cola. Lo bebía despacio como si se tratara de un ron collins o un martíni. Su paso era tan elástico como si no tocara el piso al caminar. Pero no tenía nada que ver con la vitalidad deportiva. Era todo lo sensual que alguien pudiera imaginar. No usaba sostenes y sus senos se movían al compás de sus nalgas en una armonía perfecta. Podía sentirse la síncopa de sus pasos, su perfume y la melodía de su voz, en una combinación irresistible de reclamo.

Para algunos, se trataba de una mulata bellísima, para otros era trigueña y para todos, divina. En Cuba existe un tipo de belleza suprarracial, sobre la que nadie consigue ponerse de acuerdo. Unos la definen como blanca, otros como mulata, pero definitivamente, la raza de una mujer hermosa es humana y ya.

Nuestro icono, nuestro sex simbol, era ella. No fueron pocas las veces que mi imaginación desbordada por las hormonas a los veinte años, hizo salir a Becky, cubierta de espuma de mi baño. Dispuesta para el amor, presidio mi soledad de adolescente y se adueño de todas mis ensoñaciones.

Todos la amamos, Asdrúbal también. Asdrúbal era un mestizo ñato y corpulento. Era el hombre de la Seguridad del Estado en el hotel. Se ocupaba de esos asuntos misteriosos de la Seguridad y de velar por el orden. Era un buen trabajo. Comía en las cafeterías y los restoranes del hotel. La mayor parte del tiempo bebía ron y si alguien lo señalaba, afirmaba que se trataba de agua gaseada. Nadie lo creía, su aliento se emparentaba mucho con el ron peleón. Pero allí andaba el tipo goloseando a Becky, ni más ni menos, que todos nosotros.

En principio no supimos que pasó. Todo fue sorpresivo y anonadante. Becky estaba presa y no sabíamos por qué. Mas adelante, nos enteramos que Asdrúbal le hizo un registro y le encontró dos dólares y cincuenta y cinco centavos en el bolso. Fue en el momento que poseer dinero estadounidense era un grave delito en Cuba.

Las muchachas del grupo, todas amigas de Becky, fueron a hablar con su madre, ella les contó otra historia. Les dijo que Asdrúbal acosaba a Becky. La vigiló, preparó su entramado y la arrestó, así de sencillo.

Lo que falló en los cálculos de Asdrúbal, fue que Becky era la ninfa dorada de un grupo de adolescentes y jóvenes, ‘iguales’ pero diferentes al resto. Eran los delfines del poder de la revolución. Los ‘niños y niñas de papá’. Papá era en unos casos un ministro y en otros un alto oficial o un funcionario bien ubicado. Eso fue todo para el pobre Asdrúbal. Casi desde ese momento tuvo que enfrentar las provocaciones y el acoso permanente de los amiguitos y amiguitas de Becky.

Dejó de pavonearse por los salones y pasillos del hotel. Pasó a ser una presencia furtiva y escurridiza. Cuando bebía su ron enmascarado en el bar, de repente Pepín, un adolescente que medía poco más de seis pies de estatura y que contaba con más de 180 irresponsables libras de peso y sólo veinte años de existencia física, le exigía a un complaciente barman que fregara bien los vasos. Luego, agregaba alto y claro para que fuera escuchado por todos los presentes: “¡Aquí beben toda clase de ‘singaos’!”. Luego, miraba significativamente al pobre Asdrúbal, que no estaba para tener problemas con el hijo de un comandante histórico de la Sierra Maestra.

Becky de veras que tenía muy buenas amistades y admiradores. Con la excepción de unos pocos, era un grupo de jóvenes con padres muy bien situados en los primeros planos del poder. Todos soñaban con ser los salvadores de Becky o que un Papá muy ocupado, hiciera un aparte en la construcción del socialismo y la salvara.

Desde su arresto, Becky permaneció en el centro de detención del Departamento Técnico de Investigaciones de la policía (DTI). No la pasó del todo mal. Al instructor policial, lo primero que le pasó por la mente fue sobreseer el caso y pasarla a su carpeta de agentes. Pero el perfil psicológico no encajaba con lo que razonablemente se espera de un agente. Sería un fracaso. Decidió darle largas al caso. A fin de cuentas, era un asunto de Seguridad del Estado. Aunque con un poco de suerte, él se quedaría con ella. Sólo era cuestión de tiempo.

Por lo pronto, el primer teniente Álvaro de la Fuente ya tenía reconstruido su caso. Becky recibió como regalo una cotorra. La cotorra le fue obsequiada por el hijo de una figura histórica de la revolución. El egregio padre, estaba a cargo de las cuestiones de fauna y flora. Su niño tomó una cotorra y se la regaló a Becky de quien estaba, o quizás aun está, enamorado. Becky vendió la cotorra a un extranjero. Este era nada más y nada menos que un islamista. Un musulmán con padre millonario que estudiaba en Cuba, mientras vivía como un potentado. El muchachito pagó 100 dólares estadounidenses por una cotorra, que mantenía en jaula suntuosa en su residencia con criados de Miramar. Afortunadamente, Becky sólo contaba con dos dólares cincuenta y cinco centavos al momento en ser arrestada. Menos de cinco dólares.

No sería nada extraordinario exonerarla. Sólo tendría que esperar un poco. Por supuesto, no reflejaría en el sumario la historia del árabe, ni los cien dólares. Tampoco la cotorra. La Joven “de buena y revolucionaria familia, encontró por azar tres dólares estadounidenses, que no devolvió a tiempo”. Eso sería todo.

En Cuba, ser policía es ser como Dios y a todos nos seduce esta posibilidad. Con el mayor respeto y sin ánimo de sugerir algo contra Dios, es necesario dejar claro que no hay nada más parecido a un delincuente que un policía. Esto se cumple religiosamente así, desde el jefe hasta el último y anónimo policía oriental y por supuesto revolucionario. Mientras Asdrúbal era acosado y execrado por una banda de enojados adolescentes, Álvaro pulía su rol de héroe indiscutido ante Becky y ante su familia. No tendría que dar cuentas a abogado o fiscal alguno. Era dueño a discreción de su caso y de las personas involucradas. ¿Se puede pedir más?

Por lo pronto, la invitaba a almorzar y lo hacía de completo e impecable uniforme. Ella vestía como los detenidos, pero aun así, era servida y tratada con todas las deferencias por el personal del comedor.

Creó la dependencia y Becky comenzó a verlo como su Salvador, así con mayúsculas. Cuando llegó el momento de liberarla, primero citó a su madre para una entrevista. Procuró impresionarla favorablemente y lo logró. Le pidió que trajera una muda de ropa para Becky. Hecho esto, la mando de vuelta a su casa y le pidió que esperara…

Más linda que nunca, Becky regresó a casa en la compañía de Álvaro. Él se encargó de explicar al Comité de Defensa que todo fue una penosa confusión. Ella era una jovencita revolucionaria. La visitó una temporada. Estaba “dándole atención”. Al cabo de un tiempo prudencial, un día se casaron.

A la boda asistieron los vecinos y los compañeros del novio. La gente quedó encantada de lo buenos que son los policías y la suerte tan grande que tuvo Becky de casarse con un hombre tan bueno y por supuesto, tan revolucionario.

Lo último que he sabido de ellos es que les va bien. El tiene un negocio de detectives y cosas de esa índole. Pertenece a una asociación de ex militares pro democracia. Viven en Miami, en Dade para más precisión y lograron con mucho sacrificio traer a la madre de Becky. Hoy son padres de dos niños preciosos, el mayor se llama Álvaro como el padre, la hembrita Becky, como su mamá.

Álvaro está a favor del embargo. Repite siempre que él si conoce bien a “esa gente”. También que su fortuna comenzó con un capital de dos dólares, cincuenta y cinco centavos. Se ríe y nunca aclara porque. Nadie le hace preguntas sobre ese tema.
Lawton, 2007-07-2